sábado, 26 de enero de 2013

Ruido de ciudad.


Retumba en los oídos como cual orquesta de granizo al caer sobre el pavimento de su piel cubierta de cemento sombrío, como la canción de los niños gritando en las calles.
Soles de papel pintados sobre el fondo gris de las nieblas del ayer, amapolas negras tatuadas en el alma mecanizado, sacando la sonrisa robot de una muñeca de trapo con la mitad de los hilos cortados, balanceándose bajo la mirada de mil ojos ciegos, que no ven,
 “ojos que no ven corazón que no siente”
atrapados bajo la capa de cemento que acoge la ciudad, que nubla el día, eclipsa la luz del sol y lo convierte en cemento al igual que al mar, encoje su avance hacia la punta de los dedos, descalzos sobre alfombras de cristales, pisando los charcos de sangre, la sangre que en esta ciudad se coagula e intensifica el dolor, mas agudo, mas profundo, corre como un rió de tinta negra, negra como el vuelo de un cuervo, camuflado en la noche nublada de su cuerpo de cemento macizo, oscura sin la vigilancia de la luna, en libre albedrío, prohibiendo la salida de las estrellas, negando la luz al viajero que camina, y en su lugar ofreciendo el arropar de la lluvia, que espesa y turbia pesa en tus ropas, haciéndose sentir, se adhiere a tu piel.

Y ese agua turbia, resbala por las mejillas hasta la comisura de los labios, sintiendo el mar en la boca, con un toque de sal pavimentada.

Retumba en el pecho como un timbre de recreos, bajo el sol invernal, caliente y mojado, con gotas perladas, y cristalizadas en la línea del viejo tiempo, corriendo para ganar al reloj de las horas muertas.

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